27/10/15

La pintura


   El Arte Románico no desaprovechó la ocasión de utilizar los lienzos interiores de los muros de las iglesias para aumentar la decoración y la enseñanza bíblica. Lo hizo sirviéndose de la pintura.

El color fue una de las características de las iglesias románicas. Condiciona al marco de un modo compositivo e iconográfico como complemento del simbolismo arquitectónico y escultórico. Se instala principalmente en los ábsides, y de forma secundaria en las paredes de las naves, que cubrían parcial o totalmente.

La técnica empleada para su fijación era la del fresco. Una técnica difícil que daba muchos problemas por la necesaria rapidez de su factura que provocaba deficiencias con el paso del tiempo. Esto era debido a la poca durabilidad proporcionada por la pobreza del material. Consistía en una mano de cal y sobre ella los colores básicos disueltos en agua. Permitía esa forma de actuar corregir lo equivocado o mal resuelto al poder repintar de nuevo, pero con un resultado de poca solidez al instalar colores acuosos en diferentes capas que con el tiempo eran muy proclives al descascarillamiento. La realización sobre el muro era muy simple. Sobre una capa alisada se dibujaban con un punzón las líneas de las figuras que se deseaban realizar. Para el contorno se preferían los colores negros y ocres que aislaban convenientemente a las imágenes de los que después se les aplicarían en el interior. Después se procedía al relleno de las figuras con los colores elegidos con una policromía base de ocres, amarillos, rojos, azules y blancos. La paleta de colores no iba mucho más allá por la limitación de las posibilidades de las mezclas y la dificultad de conseguir más gamas, a la vez que por la efectividad del resultado con la composición aportada. El estilo era lineal, esquemático y hierático, en el que todavía no había entrado el naturalismo que lucía la escultura de finales del Segundo Arte Románico.


Las claves generales de los temas eran universales y convencionales, principalmente teofanías mayestáticas (apariciones de Dios) presididas por la Maiestas Domini y acompañada por el Tetramorfos. A su lado floreció con prontitud la compañía de la Virgen María, sola o presidiendo apostolados al lado de ángeles. En los muros aparecían toda suerte de escenas bíblicas en semejantes funciones catequéticas a la escultura del templo, ya fuera exterior o interior. Como la representación se hacía sin intención de constituir volúmenes, sino que se actuaba sobre fondos planos, resultaba su plástica de gran atractivo por el colorido.

La Maiestas Domini aparecía entronizada bendiciendo con su mano derecha y con el libro de la vida en la izquierda, en el que figuraba la leyenda que confirma a Cristo como luz del mundo. Después venía el Tetramorfos, ángeles, arcángeles, serafines y toda la corte celestial que acompañaba al Cristo Redentor, que se sentaba sobre el trono del universo apoyando sus pies sobre la tierra y ornado con las letras griegas alfa y omega, por ser el principio y el fin de todo lo creado y concebido. 

La pintura ofrecía un ambiente propio en el interior según la luz del día. Producía emociones de exaltación o recogimiento dependiendo de la intensidad luminosa y la hora solar. Representaba un segundo mundo dentro de la propia iglesia, con una posibilidad más de emoción que aportaba la gran superficie a cubrir con las figuras y la distinta resonancia tonal de lo allí pintado, estímulos que no podía reproducir la escultura que la acompañaba en esos interiores. 

    Había también pinturas en otros lugares de la iglesia: en los frontales de los altares, donde se colocaban unas tablas pintadas en la parte delantera o antipendium, si existía. Esos frontales de madera pintada eran suntuosos, con una rica decoración de vivos colores que invitaba a la reflexión de los temas evangélicos que exhibían, a la vez que llenaba de emocionado colorido la visión de los fieles que los contemplaba frontalmente. No han sido estas tablas piezas que se hayan conservado en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la voracidad humana o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del altar como de la propia iglesia. Los temas de las piezas que conservamos no difieren mucho del resto de la pintura, tanto mural como absidal, así como la formación de la paleta de colores que está en las mismas tonalidades cromáticas que la pintura general.


Era un arte suplementario que por instalarse sobre tabla mantenía un colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del soporte y por las mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al poder ser pintadas en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes dimensiones, no en condiciones incómodas de realización y con graves dificultades de ir contemplando el trabajo general según si iba realizando. Por ello resultan más atractivas, aparte de considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier exposición moderna y poder ser contempladas a la altura de la vista sin la incomodidad de elevar la mirada hacia el cielo. Aunque pierden la espectacularidad del gran tamaño de las anteriores, pero ganan en canon humano al estar resueltas de diferente modo. 

Forman las tablas de los altares un capítulo muy atractivo y diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido espectacular de la sobria paleta de colores, que aun manteniendo los mismos pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos, lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la tabla, como las orlas de los bordes. Por otra parte, la disposición rectangular del soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el centro con la figura de Cristo, la Virgen o la representación que interese, para a continuación ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor amplitud, pero distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y comunicar. De ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando es un panel de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o de arriba abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un gran retablo barroco se tratase.

El grueso de las principales pinturas románicas se instaló en Cataluña. Muchas de ellas fueron trasladadas al Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) en Barcelona, que las acoge en espléndidos marcos preparados para ellas, reproduciendo la ubicación en las que se hallaban en sus distintas iglesias. De allí proceden todas las fotografías del capítulo, habiendo omitido otros grandes núcleos de exhibición, como el museo de Jaca o el Panteón de San Isidoro por falta de espacio.



Francisco Javier Ocaña Eiroa







Santa María de Thaull

 































El Burgall
  













Santa María de Àncu

 












Ginestarre













Santa Eulalia de Estaon


















San Clemente de Tahull






















Frontales de altares


Frontal de la Seo de Urgell




Tabla llamada de Esquius





Frontal de San Quirico
 







Frontal de Aviá

 





Restauración informática









Frontal de Baltarga


 



Frontal de Mosoll




Frontal de los arcángeles







Frontal de Giá


 










































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