El Arte Románico
no desaprovechó la ocasión de utilizar los lienzos interiores de los muros de
las iglesias para aumentar la decoración y la enseñanza bíblica. Lo hizo
sirviéndose de la pintura.
El color fue una de las características de las
iglesias románicas. Condiciona al marco de un modo compositivo e iconográfico
como complemento del simbolismo arquitectónico y escultórico. Se instala
principalmente en los ábsides, y de forma secundaria en las paredes de las
naves, que cubrían parcial o totalmente.
La técnica empleada para su fijación era la del
fresco. Una técnica difícil que daba muchos problemas por la necesaria rapidez
de su factura que provocaba deficiencias con el paso del tiempo. Esto era
debido a la poca durabilidad proporcionada por la pobreza del material.
Consistía en una mano de cal y sobre ella los colores básicos disueltos en
agua. Permitía esa forma de actuar corregir lo equivocado o mal resuelto al
poder repintar de nuevo,
pero con un resultado de poca solidez al instalar colores acuosos en
diferentes capas que con el tiempo eran muy proclives al descascarillamiento.
La realización sobre el muro era muy simple. Sobre una capa alisada se
dibujaban con un punzón las líneas de las figuras que se deseaban realizar.
Para el contorno se preferían los colores negros y ocres que aislaban
convenientemente a las imágenes de los que después se les aplicarían en el
interior. Después se procedía al relleno de las figuras con los colores
elegidos con una policromía base de ocres, amarillos, rojos, azules y blancos.
La paleta de colores no iba mucho más allá por la limitación de las
posibilidades de las mezclas y la dificultad de conseguir más gamas, a la vez
que por la efectividad del resultado con la composición aportada. El estilo era
lineal, esquemático y hierático, en el que todavía no había entrado el
naturalismo que lucía la escultura de finales del Segundo Arte Románico.
Las
claves generales de los temas eran universales y convencionales, principalmente
teofanías mayestáticas (apariciones de Dios) presididas por la Maiestas Domini y
acompañada por el Tetramorfos. A su lado floreció con prontitud la compañía de
la Virgen María, sola o presidiendo apostolados al lado de ángeles. En los
muros aparecían toda suerte de escenas bíblicas en semejantes funciones
catequéticas a la escultura del templo, ya fuera exterior o interior. Como la
representación se hacía sin intención de constituir volúmenes, sino que se
actuaba sobre fondos planos, resultaba su plástica de gran atractivo por el
colorido.
La Maiestas
Domini aparecía entronizada bendiciendo con su mano derecha y con el libro de
la vida en la izquierda, en el que figuraba la leyenda que confirma a Cristo
como luz del mundo. Después venía el Tetramorfos, ángeles, arcángeles,
serafines y toda la corte celestial que acompañaba al Cristo Redentor, que se
sentaba sobre el trono del universo apoyando sus pies sobre la tierra y ornado
con las letras griegas alfa y omega, por ser el principio y el fin de todo lo
creado y concebido.
La
pintura ofrecía un ambiente propio en el interior según la luz del día.
Producía emociones de exaltación o recogimiento dependiendo de la intensidad
luminosa y la hora solar. Representaba un segundo mundo dentro de la propia
iglesia, con una posibilidad más de emoción que aportaba la gran superficie a
cubrir con las figuras y la distinta resonancia tonal de lo allí pintado,
estímulos que no podía reproducir la escultura que la acompañaba en esos
interiores.
Había también pinturas en
otros lugares de la iglesia: en los frontales de los altares, donde se
colocaban unas tablas pintadas en la parte delantera o antipendium, si existía.
Esos frontales de madera pintada eran suntuosos, con una rica decoración de
vivos colores que invitaba a la reflexión de los temas evangélicos que exhibían,
a la vez que llenaba de emocionado colorido la visión de los fieles que los
contemplaba frontalmente. No han sido estas tablas piezas que se hayan
conservado en gran número, por la remoción de su lugar primigenio, por la
voracidad humana o por la facilidad de desaparición en modificaciones tanto del
altar como de la propia iglesia. Los temas de las piezas que conservamos no
difieren mucho del resto de la pintura, tanto mural como absidal, así como la
formación de la paleta de colores que está en las mismas tonalidades cromáticas
que la pintura general.
Era un arte suplementario que por instalarse sobre tabla mantenía un
colorido más vivo por la distinta calidad de recepción del soporte y por las
mejores posibilidades de lucir las cualidades del artista al poder ser pintadas
en dimensión humana, más de pequeña factura que de grandes dimensiones, no en
condiciones incómodas de realización y con graves dificultades de ir
contemplando el trabajo general según si iba realizando. Por ello resultan más
atractivas, aparte de considerarlas volumétricamente como cuadros de cualquier
exposición moderna y poder ser contempladas a la altura de la vista sin la
incomodidad de elevar la mirada hacia el cielo. Aunque pierden la
espectacularidad del gran tamaño de las anteriores, pero ganan en canon humano
al estar resueltas de diferente modo.
Forman las tablas de los altares un capítulo muy atractivo y
diferenciado dentro de la pintura románica, no sólo por el colorido
espectacular de la sobria paleta de colores, que aun manteniendo los mismos
pocos tonos que las anteriores se definen más acentuados de rojos y amarillos,
lo que perfila un contraste mayor de las figuras y de todos los elementos de la
tabla, como las orlas de los bordes. Por otra parte, la disposición rectangular
del soporte hace que las historias se agrupen del mismo modo. Se llenará el
centro con la figura de Cristo, la
Virgen o la representación que interese, para a continuación
ir situando en los lados espacios rectangulares de menor o mayor amplitud, pero
distribuidos en pisos con las escenas que se tratan de relatar y comunicar. De
ese modo se tiene la impresión de que lo que se está contemplando es un panel
de cuadrículas que hay que intentar leer de izquierda a derecha o de arriba
abajo para comprender el sentido general de la obra, como si de un gran retablo
barroco se tratase.
El
grueso de las principales pinturas románicas se instaló en Cataluña. Muchas de
ellas fueron trasladadas al Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) en
Barcelona, que las acoge en espléndidos marcos preparados para ellas,
reproduciendo la ubicación en las que se hallaban en sus distintas iglesias. De
allí proceden todas las fotografías del capítulo, habiendo omitido otros
grandes núcleos de exhibición, como el museo de Jaca o el Panteón de San
Isidoro por falta de espacio.
Francisco Javier Ocaña Eiroa
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Santa María de Thaull |
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El Burgall |
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Santa María de Àncu |
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Ginestarre |
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Santa Eulalia de Estaon |
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San Clemente de Tahull
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Frontales de altares |
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Frontal de la Seo de Urgell |
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Tabla llamada de Esquius |
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Frontal de San Quirico |
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Frontal de Aviá
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Frontal de Baltarga |
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Frontal de Mosoll |
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Frontal de los arcángeles |
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Frontal de Giá |
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